Mariscal

Mi primer éxito fue hacerle el

amor a una chica francesa

Claro que Mariscal no dijo exactamente “hacer el amor” cuando habló de su primer éxito, aquella chica francesa con la que se fundió en un pasado que sigue alimentando sus ilusiones. Mariscal es mucho más directo, franco y entrañable, un creativo con universo y lenguaje propio.

No hay mucha gente que pueda decir lo mismo: Tengo mi universo, tengo mi lenguaje, y me va bien para describir el mundo, llenarlo de onomatopeyas cargadas de sentido literal. Zizzag, guay, psiuu!!. “Al tío que se inventó el psiuu!! le daría un beso”, afirma con la sonrisa grande y los ojos pequeños, tan brillantes y apretados como los de un travieso con buenas intenciones.

Javier Mariscal vive con poco y le gustaría vivir aún con menos, en algún lugar copado por la buena gente, donde no fuera necesario cerrar el coche o la puerta de casa.

A Giardinetto llega veloz, con retraso, el pelo enmarañado, distraído por un dibujo que debía terminar si o sí antes de sentarse a hablar con nosotros. Ha cruzado la ciudad en su moto de siempre, a toda velocidad, sin apenas rozar el suelo, serpenteando entre los coches, y se pide un vino y se come las aceitunas, algo que pocos invitados hacen. Mariscal, sin embargo, las coge, las apoya en la barra y las saborea como si fueran caramelos.

Estas semanas anda metido en una historia universal, una novela gráfica que le ha obligado a estudiar física y química. Fermina es un quark, una partícula muy simple pero elemental. La materia no existiría sin ella. Y ella estuvo de alguna manera antes del Big Bang y Mariscal nos explica cómo fue aquella explosión y todo lo que vino después. Fermina es inteligente y tiene el don de estar siempre en el lugar adecuado. Con el paso de los millones de años, se convierte en un átomo de hidrógeno y conoce a los oxígenos y juntos forman el agua, y Fermina, que nació se partícula, acaba convertida en señorita.

No está mal para un chaval valenciano, con once hermanos, colegio de curas, curas vascos, gente rigurosa y rígida en un Mediterráneo donde dos más dos pocas veces dan cuatro.

A Barcelona llegó en 1968. Dibujaba muy bien las cafeteras Oroley porque no le había gustado leer y entendió que la vida había que aprehenderla a través de los dibujos. Sus padres compraron una de estas cafeteras en Andorra y Mariscal la pintó un montón de veces hasta que la cafetera fue suya y estuvo en su interior.

Los dibujos son amables. Hablan con acento. Un acento latinoamericano, por ejemplo, muy dulce y femenino, un idioma que es un bálsamo y nos anima a salir de paseo, a fijarnos en los detalles, a contentarnos con poco, una charla con la colada, con los calzoncillos húmedos que él cuelga en el tendero y les pide que se sean buenos y se sequen porque al día siguiente quiere ponérselos, ir limpio y feliz.

A Mariscal no le importa reconocer que es pretencioso y tiene un ego descomunal. “Digo muchas tonterías y mentiras –asegura-, y me contradigo constantemente”.

Sin embargo, mientras apura el tinto y muerde las olivas, mientras repasa la Barcelona de los años 70 y añora la época en la que “éramos cuatro gatos y todo era mucho más fácil”, el dibujante de los mundos felices se rasca la cabeza y recuerda con la ilusión inmaculada aquella chica francesa con la que se unió hasta no saber si seguía siendo él o se había convertido del todo en ella.

Xavier Mas De Xaxàs, 06/10/2017