Lluís Claret
“Las suites de Bach son un espejo en
el que todo el mundo puede verse”
Lluís Claret llega vestido de gris, el tono de voz suave, las manos muy quietas, el Nicolás Lupot, el cello francés del siglo XVIII, colgado a la espalda, dentro de una funda que lo protege de casi todo. Frente a la cámara, el maestro despliega la humildad del violoncelista que quiere ser invisible, desaparecer en el escenario para que sólo la música sea protagonista de sus conciertos.
Claret nació en Andorra la Vella, en 1951. Sus padres vivían exiliados. Pau Casals fue su padrino. Empezó a tocar de muy pequeño y recuerda, en los años 60, cuando iba con la orquesta de su colegio a tocar a la Seu d’Urgell. Él público pedía a los niños músicos que tocaran L’emigrant y El cant dels ocells, himnos a la paz y la libertad que eran una declaración política y también de amor por un país, Catalunya, al que veían secuestrado por el fascismo español.
No hay instrumento como el cello ni música como la que interpretaba Pau Casals para ejemplificar la identidad de un pueblo que aspiraba a un lugar propio en la comunidad de naciones. Aún hoy, Casals es el artista catalán más universal y a Claret, su ahijado y discípulo, aún le piden el Cant dels Ocells cuando toca en Japón y otros países.
Casals no se entiende al margen de las Suites de Bach y tampoco se entiende a Claret, que se dispone a grabarlas por tercera vez, ahora en la madurez, confiado en que esta vez descifrará los secretos de una partitura que nunca deja de hablarle. Asegura que “son un espejo en el que todo el mundo puede verse”.
Él se busca en este espejo y lo hace, sobre todo con el cuerpo. El intelecto dice que es bueno para entender el contexto histórico en el que vivía el compositor, lo que buscaba al componer la pieza que va a tocarse, pero está convencido de que es imposible interiorizar la música, alcanzar su esencia poética, sin dejar que fluya a través del cuerpo del intérprete. “Deja que la partitura te hable y toca con el cuerpo”, le dice a sus alumnos en el New England Conservatory de Boston.
Yo-yo Ma, a quien Casals descubrió cuando apenas tenía 7 años, toca reclinado, con el cello acostado sobre su pecho, la cabeza muy atrás, oscilante. Claret toca con la espalda vertical y la cabeza inclinada hacia delante, abrazando el instrumento como si fuera una mujer muy delicada, a la que apenas hay que rozar. Uno y otro bucean y aspiran a que el público se deje arrastrar a la profundidad sensorial y espiritual que ofrece la música.
Claro que el público, muchas veces, se queda en la superficie. Claret recuerda a un padre de familia, sentado en primera fila, dando de merendar a su hijo, igual que no se olvida de los móviles que suenan y de los espectadores que contestan la llamada y salen de la sala para hablar o se pasan el concierto mirando la pantalla fluorescente.
Estos inconvenientes molestan más a los espectadores que al intérprete, forman parte de la representación, un concierto que Claret reivindica como algo vivo, donde debe de haber un espacio para el error. “La gente –dice- quiere que la música en un concierto suene como en un disco cuando muchas veces al grabar un disco buscas que suene como en un concierto”.
Lluís Claret nunca dejará de aprender y de arriesgarse. En la barra del Giardinetto pidió un falso gin-tónic, tónica sin ginebra pero con limón y un toque secreto de Ángel, el barman, para acentuar el sabor. Tenía ensayo y no quería cometer más errores de los habituales, aunque en su aprendizaje constante, confiesa que los errores son una gran ayuda. A los estudiantes de música les da un último consejo: “El exceso de comodidad no es bueno”.
Xavier Mas De Xaxàs, 09/06/2017