Arturo San Agustín:
El agua mineral fue el principio del fin del periodismo
Apellido de santo y nombre de rey. No debe ser fácil calzarse cada mañana siendo Arturo y San Agustín, o tal vez sí, si lo has hecho toda la vida y dejas que los personajes que te nombran ayuden a perfilar también tu identidad, más allá de los remilgos sociales y de las fronteras entre realidad y ficción.
Arturo San Agustín (Barcelona, 1949) se crió en la Barceloneta, a donde llegó expulsado de un colegio de La Salle por darle un puñetazo a un educador que le rompió una foto de Sofía Loren.
Su gran educación, en todo caso, no fue el colegio sino el cine. Aprendió todo lo necesario viendo películas, sobre todo italianas y neorrealistas, de Visconti, Fellini, De Sica, Pasolini, Rosi, Ferreri y compañía. Luego, llegó la nouvelle vague francesa y todo se fue al carajo. "La nouvelle vague hundió al cine", afirma, porque lo intelectualizó hasta el extremo de hacerlo incomprensible.
Las redacciones de los periódicos también perdieron su esencia cuando el agua sustituyó al alcohol. San Agustín, que empezó trabajando de creativo publicitario en la Barcelona que palpitaba a lo largo de la calle Tuset, se pasó al periodismo cuando aprendió que con esta profesión podía hacer lo que más le gustaba, es decir, viajar, conocer gente y escribir.
"El agua mineral fue el principio del fin del periodismo", afirma con nostalgia, recordando las redacciones en las que se hablaba, se debatía y se discutía, ejercicio indispensable para profundizar en la información que va a escribirse. "El alcohol es otro medio de comunicación", dice, y cuando desapareció "las redacciones se convirtieron en un camposanto".
En la barra del Giardinetto, San Agustín deja que hable su enorme frente despejada, una cúpula que encierra el conocimiento de una vida dedicada a observar y sintetizar.
Es normal que los periodistas hablemos con titulares, y él lo hace con frecuencia. Puede afirmar, por ejemplo, que "un gilipollas enriquecido es insoportable", que "el ogro siempre me ha parecido que es el bueno y los enanitos, unos cabrones", que "nunca se había manipulado a la mujer tanto como ahora" o que "el papa Francisco es un peronista de libro".
No le gusta Francisco. Prefiere a Benedicto XVI por su superioridad intelectual, sobre todo por sus reflexiones sobre Europa y la ciencia. San Agustín es un gran vaticanista, próximo a cardenales que se mueven con sigilo por unos palacios que son solo fachada, hombres de la Iglesia que le han confesado que allí, en El Vaticano, "la primera víctima es la verdad". Allí, precisa, "cuando alguien dice la verdad firma su sentencia de muerte".
La Iglesia se opone a la clonación, pero un día le oyó decir al cardenal Tarcisio Bertone que haría una excepción con Sofía Loren. San Agustín también la haría. No cree que haya mujer perfecta.
A Sofía Loren, precisamente, le ha dedicado su última novela, La palema roja de Sophia (Catedral Editorial). La historia es un paseo por Roma, de la mano de un cardenal, en busca de la actriz que más alumbra la fe vitalista de San Agustín.